«¿Qué si siento un fresquito? si claro que si, bienvenido el que quiera hacer todos sus procesos legales bien, adiós a los que no siguen las leyes. La gente debe entender que para poder surgir  hay que informarse..Lea, instrúyase, busque siempre la vía legal y deje el desespero».

Esta fue la reacción de una tuitera venezolana residente en Chile ante la deportación de más de ochenta desplazados venezolanos que se encontraban de manera irregular en territorio chileno. El operativo desplegado por el gobierno de Sebastián Piñera fue una escenificación de los peores prejuicios históricos contra los extranjeros pobres: cada uno de los deportados, entre los que también había decenas de ciudadanos colombianos, iba envuelto en un traje blanco, para evitar que contaminaran a los guardias que los acompañaban sujetos del brazo como si fueran delincuentes. Un total de 138 saquitos de mierda recogida en 138 bolsas plásticas blancas que Sebastián Piñera ordenó devolver a esas cloacas llamadas Colombia y Venezuela.

Semejante despliegue parece ser la reacción a lo sucedido poco días antes, el 4 de febrero, cuando la incursión de unos 1600 desplazados en la frontera de Chile con Bolivia encendió de nuevo las alarmas. La mayoría de estos eran, por supuesto, venezolanos. Para nadie es un secreto que Venezuela vive una crisis humanitaria, producto de un programa sistemático de exterminio orquestado por la dictadura de Nicolás Maduro y que ha provocado el mayor éxodo en América Latina de los últimos años, apenas comparable con el de un país en guerra como Siria.

Ese 4 de febrero, mientras la dictadura chavista celebraba un nuevo aniversario del intento de golpe perpetrado por Hugo Chávez en 1992 contra el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez, un niño venezolano de dos años se desmayaba en la región chilena de Colchane, en la frontera con Bolivia. Según el testimonio del padre, venían caminando desde Venezuela. La noche anterior habían completado el tramo de territorio boliviano que los separaba de Chile, andando a la intemperie con temperaturas bajo cero. El niño llegó deshidratado, sin aire. Esa es, en pocas palabras, la tragedia de Venezuela. Millones de sus habitantes que se ven forzados a emigrar en las peores condiciones posibles, que después de una inclemente travesía son tratados como excrementos pestíferos por el gobierno de Sebastián Piñera y, lo que es ya el colmo de la crueldad, con el regocijo de algunos venezolanos que se dan el lujo de abanicarse con el sufrimiento de los más necesitados, de darse «un fresquito» con el aliento desfalleciente de un niño de dos años.

  El tuit citado al principio es un comprimido que concentra el desastre ocasionado en Venezuela por la llegada de Hugo Chávez al poder en diciembre de 1998. Lo expresado allí no es psicopatía porque para ello sería necesario una ausencia robótica de emociones. Lo de esta tuitera es ya abiertamente sadismo: un goce por el sufrimiento del otro. Fruición estimulada por una situación de poder con respecto a su torturado objeto de placer. El lugar de enunciación suyo lo denota: asume la posición del policía de frontera y se encarga ella, en representación autoimpuesta de su país de acogida, de establecer las reglas del lugar: «bienvenido el que quiera hacer todos sus procesos legales bien, adiós a los que no siguen las leyes». Lo más lamentable es que, más allá del disfrute particular de esta persona, hubo varias opiniones de otros venezolanos compartiendo en líneas generales la misma impresión.

Esto me recordó al famoso experimento de la cárcel de Stanford, llevado a cabo en 1971 por Philip Zimbardo y su equipo de investigadores, en el que se recreó en un sótano de la Universidad la vida en una prisión, asignando los roles de guardias y presos a los voluntarios que participaron. Se sabe que el experimento se suspendió apenas una semana después al descontrolarse la situación. Quienes habían asumido el rol de guardias pronto empezaron a actuar con violencia y a torturar psicológica y físicamente a los que habían asumido el rol de presos. Estos, por su parte, oscilaban entre el sometimiento y la rebelión. La frontera entre lo real y lo simulado había desaparecido y parecía demostrar que, dependiendo de las circunstancias, el ser humano podía convertirse en un monstruo o en un esclavo. 

El experimento llamado «Socialismo bolivariano del siglo XXI» ya tiene 21 años de existencia y nada indica que no pueda continuar bajo la mirada impávida de la comunidad internacional. Comparado con el de la Universidad de Stanford, el de Hugo Chávez ha sido un éxito rotundo pues incluso ha prescindido de la cárcel. El regocijo y la aprobación de algunos venezolanos por la grotesca deportación perpetrada por el gobierno de Piñera contra otros venezolanos es la interiorización consumada del monstruo. Allí donde un venezolano desprotegido busque refugio, entre los amables nacionales del lugar y los compatriotas solidarios que encuentre, también hallará siempre la mirada vigilante de un venezolano dispuesto a denunciarlo, a despreciarlo y a sacrificarlo. Quien lamente que el legado de Hugo Chávez se perdió con su muerte, le diré que deje el desespero: puede estar tranquilo. Estos monstruos comunes y corrientes lo mantienen vivo. Son, para su infernal memoria de violencia y sufrimiento, un fresquito.